POR ANÍBAL DE CASTRO
Santo Domingo es un camaleón urbano cuyas mutaciones no cesan de sorprenderme cuando me acojo a su hospitalidad agobiante tras meses de ausencia. De día, ciudad de estrépito, movimiento vehicular a cuentagotas, ánimos soliviantados bajo el sol que escuece la humanidad cercada de rutina. Por doquier está a la vista el reto a la capacidad de supervivencia, de ser, de existir y llegar al día siguiente para la reinserción en la indescifrable rueda de la vida.
De noche, jolgorio de alcohol y música, arrebatos, camaradería, placer, emociones al galope: el contrapeso a la jornada diurna. La oscuridad deviene escape y al conjuro de las sombras las principales avenidas se transforman en lugares de solaz y despreocupación.
Aunque sin mucha originalidad, los capitaleños han reinventado la diversión. De los lugares cerrados, como los bares y discotecas, la han exportado a la calle con la ayuda del vehículo que igual sirve de mesa que de almacén de bebidas. De su interior sale la tromba musical que atiborra la noche de ritmos tropicales y anega de insomnio todo lo circundante. Es una costumbre muy particular que se afianza con los años. Desborda ya los fines de semana e incorpora paulatinamente nuevas áreas citadinas a la bacanal callejera.
Ese Santo Domingo del botellón, como se le llama en España a la costumbre juvenil de beber y oír música en las calles sin moderación ni ahorro de decibeles, no alcanza ni remotamente la categoría de contracultura. Más bien es una versión de nuestro atraso secular, una corrupción del ejercicio de la buena ciudadanía que hemos terminado por aceptar como válida.
El descalabro del respeto a la legalidad tiene consecuencias que se extienden por el cuerpo social y animan conductas que luego resultan difíciles cuando no imposibles de desarraigar. Se modifica la colectividad a imagen y semejanza de un patrón en el cual la conveniencia del momento determina las reglas. Lo pretendidamente popular se incorpora a la práctica social sin importar el varapalo a las leyes y a la autoridad. Por la borda va la enseñanza sabia de Benito Juárez: el respeto al derecho ajeno es la paz.
Aún es motivo de estudio la modalidad de socialización tardía que se verifica entre los inmigrantes en países altamente industrializados, caso de los Estados Unidos. Aunque mayor en número que los afroamericanos, los ciudadanos de origen hispano delinquen menos y proporcionalmente representan una tasa menor en la totalidad carcelaria. La incorporación de prácticas extranjeras al repertorio personal supone un tránsito cultural sinuoso que se extiende a lo largo de años de aclimatación, de comprensión y aceptación consciente de la nueva realidad. No lo es, sorprendentemente. En México, República Dominicana o El Salvador, verbigracia, hacer la fila y esperar el turno correspondiente no comporta la misma rigurosidad que en los Estados Unidos. Sin embargo, los inmigrantes de esos países cumplen el requisito sin pensarlo dos veces. No se orinan ni defecan en la calle, y mucho menos beben alcohol en las vías públicas u oyen bachatas, rancheras o vallenatos con los equipos de música a reventar.
Excepciones las hay, sin dudas. Me relataba una vez el entonces cónsul dominicano en San Juan, Puerto Rico, que la Policía lo llamaba con frecuencia, sobre todo los fines de semana, para que les explicara a sus conciudadanos que en la Isla del Encanto la práctica del botellón estaba prohibida. En aras de la buena convivencia, nuestro cónsul Máximo Taveras, diligente y caballeroso, había desarrollado excelentes relaciones con la autoridad y a menudo la Policía solicitaba su intervención antes de tomar medidas drásticas ante violaciones claramente atribuibles a diferencias culturales.
Los dominicanos en falta casi siempre replicaban que era su derecho sentarse en el frente de sus casas, colocar sus botellas de alcohol en una mesa, la radiola a todo volumen cerca, y aligerar así las horas sabatinas o dominicales mientras se enfrascaban en un desafío de dominó o en discusiones baladíes. Vaya tarea la del amigo Taveras, convencerlos de que no, de que allí las reglas del juego aunque a ambos pueblos guste el béisbol son otras; que la botella en la calle aunque en ambos pueblos se produzca ron no está bien vista; que el ruido de la música aunque a ambos pueblos les guste la salsa y el merengue, molesta a los vecinos; que la fiesta hay que hacerla dentro y no fuera del hogar y, claro, con el volumen sin llegar a la violencia auditiva.
Tampoco es un derecho en Santo Domingo, sino una infracción legal que acarrea consecuencias punibles, pero que sin embargo la autoridad pasa por alto en detrimento de los tantos otros ciudadanos a los que se les viola lo que sí es un derecho: el reposo y tranquilidad en horas nocturnas, la libre circulación.
No me había familiarizado con los "drinks to go", esa doble aberración por razones lingüísticas y flagrante violación a normas que en otros países imponen a rajatablas para contener la epidemia de los accidentes de tránsito. Veía estupefacto que la noche en Santo Domingo supone también libertad plena para que menores, adolescentes y conductores compren bebidas embriagantes sin frontera alguna. Es más, se ha facilitado el expendio a quienes van en sus vehículos para que sin bajarse reciban su trago favorito y continúen la diversión irresponsable al frente del volante.
Circular con una botella abierta de alcohol en el habitáculo, aun cuando el consumidor sea un pasajero, está prohibido en la mayoría de los países. Conducir bajo la influencia de un tóxico, sea droga o alcohol, está penado severamente. La reincidencia se paga con cárcel y la suspensión temporal o de por vida del carné de conducir, dependiendo del grado de intoxicación y de si hay un accidente con víctimas de por medio. La proscripción de esa práctica también es regla en nuestro país. ¿Alguien sabrá qué pasó con los equipos para las pruebas de alcoholemia en las vías dominicanas? Poco importa, en realidad. De antemano se valida manejar ebrio si se permite la venta libre de alcohol a los conductores en los "drinks to go", en plena expansión como verdolaga en campo abierto y parte ya del entramado de los "negocios que dejan" en el país situado en la misma trayectoria del sol. Y de la irresponsabilidad con aprobación en original y copia.
Las retenciones de tránsito, comprobaba resignado desde mi carro a lo Mr. Bean (el de sus cortos cómicos, no el McLaren que chocó en Londres y cuya reparación tardó tres años y costó más de un millón de dólares), no tienen horario ni restricciones de lugar, como el copeo callejero. Los elevados se han convertido en un atentado contra la puntualidad y las vías del Santo Domingo increíble, en una trampa de la que se sale tardíamente con paciencia y calma o un pelín más temprano a golpes de incivilidad. Aquello es el imperio del guarro, una vitrina para la exhibición de groserías, pendencias, desconsideración y desfachatez.
Tanta ruina automotriz en la calle tiene que ver con el caos de la movilidad diaria, al igual que la inobservancia generalizada del código de la ruta y, peor aún, de las buenas maneras. Llevado de mis ondas cerebrales condicionadas por la vida en latitudes más benévolas, cedí el paso a un peatón que pugnaba por cruzar la calle. No valió que se tratara de una señora embarazada: los bocinazos enardecidos me retrotrajeron a la realidad de este trópico que, en materia de tránsito, es más revuelto y brutal que el norte a donde la condescendencia oficial me ha deparado.
No hay garantía alguna de seguridad para los ocupantes ni para los automotores cercanos en esas antiguallas desvencijadas que se escurren por las calles saltándoselo todo en un sálvese quien pueda circulatorio que deja atrás no solo un humo apestoso, contaminante, sino una estela de estrés y hombres y mujeres al borde de un ataque de nervios. No es exageración sino verdad comprobada el testimonio de un extranjero que vio cómo uno de esos peligros sobre ruedas soltaba una puerta lateral camino al aeropuerto, ¿de las Américas o José Francisco Peña Gómez? Para mí, el último bautizo.
En el desarrollo al que debemos aspirar e imitar sus lados buenos, los taxis suelen estar sometidos a rutinas de inspección más rigurosas que los vehículos particulares. En Gran Bretaña, por ejemplo, cada seis meses; y para el resto de los coches y luego que tienen tres años, anualmente. Nosotros marchamos a la inversa, y al carro público no se le exige absolutamente nada. Culpas son del populismo exacerbado y de las tácticas de gángters que manejan impecablemente, con licencia menos restringida que la del agente OO7, algunos dirigentes sindicales.
La ciudad inverosímil de la que partieron los primeros conquistadores hacia la hazaña americana es hoy día la primera en el continente no solo por la data de su fundación. También por la antipatía contra el ciudadano, por su paisaje urbano que moldean edificaciones sin criterio estético, por la indefensión que transpira la rudeza del trato y por el privilegio abierto a favor de las máquinas. Las inversiones en elevados, avenidas y otras infraestructuras contrastan con el olvido de los parques, áreas verdes, espacios para la recreación sana, huecos de humanidad en una ciudad demasiado ruidosa y destemplada. No hay lugar para el peatón por razones laborales o de esparcimiento, solo asfalto y cemento como abono para el embrutecimiento y el desperdicio de la convivencia.
El malecón, en el que la naturaleza y la mano del hombre podrían combinarse armoniosamente sin necesidad de grandes esfuerzos, es en muchos puntos casi un páramo. En el hotel me aconsejaron no caminar por él ni muy temprano ni muy tarde, so pena de engrosar las estadísticas de la criminalidad. O soportar el asedio de las trabajadoras sexuales en la lucha continua por la supervivencia. El rescate de Güibia, por ejemplo, obedece más a razones comerciales que de satisfacción ciudadana. O por lo menos eso intuyo cuando observo que aquello es también parte del jolgorio y las contradicciones de la ciudad inverosímil que es hoy en Día Santo Domingo de Guzmán.
Me confieso extranjero en mi tierra y no por falta de cariño local o ínfulas de desarraigado y afectación fingida, sino porque mis recuerdos del ayer aún reciente se estrellan contra este hoy desordenado, caótico, en el que se disuelven irremediablemente las buenas costumbres y se admite que la ley sucumba en un ejercicio de permisividad cuyas razones no alcanzo a columbrar. Solo me reconozco en lo que queda del Santo Domingo amable, con historia, solera y un patrimonio que ha desafiado los tiempos. En aquel donde la fiesta en la calle tiene fecha fija y la circulación vehicular es parte de la rutina y no un agobio permanente.
La ciudad inverosímil se ha impuesto. Paradójicamente, lo increíble es ya rutina.
Los elevados se han convertido en un atentado contra la puntualidad y las vías del Santo Domingo increíble, en una trampa de la que se sale tardíamente con paciencia y calma o un pelín más temprano a golpes de incivilidad. Aquello es el imperio del guarro, una vitrina para la exhibición de groserías, pendencias, desconsideración y desfachatez
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