Antonio Gramsci. Cuadernos de la cárcel. Notas sobre Maquiavelo, sobre política y sobre el estado moderno. El moderno príncipe
(Versión resumida)
Elementos de política
En este dominio es preciso decir que los primeros en ser olvidados son justamente los primeros elementos, las cosas más elementales y, como se repiten infinidad de veces, se convierten en los pilares de la política y de no importa cuál acción colectiva.
El primer elemento es el de que existen realmente gobernados y gobernantes, dirigentes y dirigidos. Toda la ciencia y el arte político se basan en este hecho primordial, irreductible (en ciertas condiciones generales)… Partiendo de este hecho habrá que analizar cómo dirigir de la manera más eficaz (dados ciertos fines) y por lo tanto cómo preparar de la mejor forma a los dirigentes (y en esto consiste precisamente la primera sección de la ciencia y del arte político). …Para formar los dirigentes es fundamental partir de la siguiente premisa: ¿se quiere que existan siempre gobernados y gobernantes, o por el contrario, se desean crear las condiciones bajo las cuales desaparezca la necesidad de la existencia de esta división?, o sea ¿se parte de la premisa de la perpetua división del género humano o se cree que tal división es sólo un hecho histórico, que responde a determinadas condiciones. Sin embargo, es necesario tener claro que la división entre gobernados y gobernantes, si bien en última instancia corresponde a una división de grupos sociales, existe también, en el seno del mismo grupo, aunque éste sea homogéneo desde el punto de vista social. En cierto sentido, se puede decir que tal producto de la división del trabajo es un hecho técnico…
Dado que también en el mismo grupo existe la división entre gobernantes y gobernados, es preciso fijar algunos principios inderogables. Y es justamente en este terreno donde ocurren los «errores» más graves, donde se manifiestan las incapacidades más criminales y difíciles de corregir. Se cree que, una vez planteado el principio de la homogeneidad de un grupo, la obediencia no sólo debe ser automática y existir sin una demostración de su «necesidad» y racionalidad, sino que debe ser también indiscutible (algunos piensan y lo que es peor actúan según este pensamiento, que la obediencia «vendrá» sin ser exigida, sin que sea indicada la vía a seguir). Es así difícil extirpar de los dirigentes el «cadornismo»[1], o sea la convicción de que una cosa será hecha porque el dirigente considera justo y racional que así sea. Si no fuera hecha, la «culpa» será asignada a quienes «habrían debido», etc. De allí que sea difícil también extirpar el hábito criminal del descuido en el esfuerzo por evitar sacrificios inútiles. Y sin embargo, el sentido común muestra que la mayor parte de los desastres colectivos (políticos) ocurren porque no se ha tratado de evitar el sacrificio inútil, o se ha demostrado no tener en cuenta el sacrificio ajeno y se jugó con la piel de los demás. Cada uno habrá oído narrar a los oficiales del frente cómo los soldados arriesgaban realmente la vida cuando realmente era necesario, pero cómo en cambio se rebelaban cuando eran descuidados. Una compañía era capaz de ayunar varios días si veía que los víveres no alcanzaban por razones de fuerza mayor, pero se amotinaba si por descuido o burocratismo se omitía una sola comida.
Este principio se extiende a todas las acciones que exigen sacrificio. Por lo cual siempre, luego de todo acontecimiento, es necesario ante todo buscar la responsabilidad de los dirigentes, entendida ésta en sentido estricto (por ejemplo: un frente está constituido por muchas secciones y cada sección tiene sus dirigentes. Es posible que de una derrota sean más responsables los dirigentes de una sección que los de otra, pero se trata de una cuestión de grados y no de eximir de responsabilidades a ninguno).
Planteado el principio de que existen dirigentes y dirigidos, gobernantes y gobernados, es verdad que los «partidos» son hasta ahora el modo más adecuado de formar los dirigentes y la capacidad de dirección (los «partidos» pueden presentarse bajo los nombres más diversos, aún con el nombre de anti-partido y de «negación de los partidos». En realidad, los llamados «individualistas» son también hombres de partido, sólo que desearían ser «jefes de partido» por la gracia de Dios o por la imbecilidad de quienes lo siguen)…
«Espíritu estatal». Esta expresión tiene un significado preciso, históricamente determinado. Pero se plantea el problema de saber si existe algo similar al llamado «espíritu estatal» en todo movimiento serio, que no sea la expresión arbitraria de individualismos más o menos justificados. En primer lugar, el «espíritu estatal» presupone la «continuidad», tanto hacia el pasado, o sea hacia la tradición, como hacia el porvenir; es decir, presupone que cada acto es un momento de un proceso complejo, que ya comenzó y que continuará.
La responsabilidad de este proceso, la de ser sus actores y de ser solidarios con fuerzas «desconocidas» materialmente, pero que se las siente como activas y operantes y se las considera como si fuesen «materiales» y estuviesen físicamente presentes, se llama en ciertos casos «espíritu estatal». Es evidente que tal conciencia de la «duración» debe ser concreta y no abstracta y que, en cierto sentido, no debe sobrepasar determinados límites. Supongamos que dichos límites mínimos estén constituidos por dos generaciones: la precedente y la futura, lo cual ya es bastante si consideramos a las generaciones no desde el punto de vista de los años —treinta años antes para una, treinta años después para la otra— sino desde el punto de vista orgánico, en un sentido histórico, lo que al menos para el pasado es fácil de comprender. Nos sentimos solidarios con los hombres que hoy son muy viejos y que representan el «pasado» que aún vive entre nosotros, que es necesario conocer, con el cual es necesario arreglar cuentas, que es uno de los elementos del presente y de las premisas del futuro. Y con los niños, con las generaciones nacientes y crecientes, de las cuales somos responsables (Muy diferente es el «culto» de la «tradición», que tiene un valor tendencioso, implica una elección y un fin determinado, es decir, que está en la base de una ideología). Sin embargo, si se puede decir que un «espíritu estatal» así entendido está en todos, es necesario a veces combatir contra las deformaciones que lo afectan o las desviaciones que produce.
«El gesto por el gesto», la lucha por la lucha y especialmente, el individualismo estrecho y pequeño, no son más que la satisfacción caprichosa de impulsos momentáneos. (En realidad, se trata siempre del «apoliticismo» italiano, que asume estas variadas formas pintorescas y caprichosas). El individualismo no es más que un apoliticismo animalesco, el sectarismo es «apoliticismo» y, «si se observa bien, el sectarismo es en efecto una forma de «clientela» personal, mientras falta el espíritu de partido que es el elemento fundamental del «espíritu estatal». La demostración de que el espíritu de partido es el elemento fundamental del espíritu estatal es una de las tesis más importante a sostener; viceversa, el «individualismo» es un elemento de carácter animal, «admirado por los forasteros, como los actos de los habitantes de un jardín zoológico.
El partido político
Dijimos anteriormente que en la época moderna el protagonista del nuevo Príncipe no podría ser un héroe personal, sino un partido político, el determinado partido que en cada momento dado y en las diversas relaciones internas de las diferentes naciones intenta crear (y este fin está racional e históricamente fundado) un nuevo tipo de Estado.
…Cada partido es la expresión de un grupo social y nada más que de un sólo grupo social. Sin embargo, en determinadas condiciones sociales, algunos partidos representan un sólo grupo social en cuanto ejercen una función de equilibrio y de arbitraje entre los intereses del propio grupo y el de los demás grupos y procuran que el desarrollo del grupo representado se produzca con el consentimiento y con la ayuda de los grupos aliados y en ciertos casos, con el de los grupos adversarios más hostiles…
El problema de saber cuándo se forma un partido, es decir, cuándo tiene un objetivo preciso y permanente, da lugar a muchas discusiones y con frecuencia, desgraciadamente, a una forma de vanidad que no es menos ridícula y peligrosa que la «vanidad de las naciones» de la cual habla Vico. Se puede decir, es verdad, que un partido jamás está acabado y formado en el sentido de que todo desarrollo crea nuevas tareas y nuevas cargas, pero también en el sentido de que en ciertos partidos se verifica la paradoja de que concluyen de formarse cuando no existen más, es decir, cuando su existencia deviene históricamente inútil. Así, ya que cada partido no es más que una nomenclatura de clase, es evidente que para el partido que se propone anular la división en clases, su perfección y acabado consiste en no existir más, porque no existen clases y por lo tanto, tampoco sus expresiones. Pero aquí se quiere hacer resaltar un momento particular de este proceso de desarrollo, el momento subsiguiente a aquel en que un hecho puede o no existir, debido a que la necesidad de su existencia no se convirtió aún en «perentoria» y depende en «gran parte» de la existencia de personas de enorme poder volitivo y de extraordinaria voluntad.
¿Cuándo un partido deviene «necesario» históricamente? Cuando las condiciones para su «triunfo», para su ineludible transformarse en Estado están al menos en vías de formación y dejan prever normalmente su desarrollo ulterior. Pero en tales condiciones, ¿cuándo se puede decir que un partido no puede ser destruido por los medios normales? Para responder es necesario desarrollar un razonamiento: para que exista un partido es preciso que coexistan tres elementos fundamentales (es decir tres grupos de elementos):
1) Un elemento indefinido, de hombres comunes, medios, que ofrecen como participación su disciplina y su fidelidad, mas no el espíritu creador y con alta capacidad de organización. Sin ellos el partido no existiría, es verdad, pero es verdad también que el partido no podría existir «solamente» con ellos. Constituyen una fuerza en cuanto existen hombres que los centralizan, organizan y disciplinan, pero en ausencia de esta fuerza cohesiva se dispersarían y se anularían en una hojarasca inútil. No es cuestión de negar que cada uno de estos elementos pueda transformarse en una de las fuerzas de cohesión, pero de ellos se habla precisamente en el momento en que no lo son y no están en condiciones de serlo, o si lo son actúan solamente en un círculo restringido, políticamente ineficaz y sin consecuencia.
2) El elemento de cohesión principal, centralizado en el campo nacional, que transforma en potente y eficiente a un conjunto de fuerzas que abandonadas a sí mismas contarían cero o poco más. Este elemento está dotado de una potente fuerza de cohesión, que centraliza y disciplina y sin duda a causa de esto está dotado igualmente, de inventiva (si se entiende «inventiva» en una cierta dirección, según ciertas líneas de fuerzas, ciertas perspectivas y también ciertas premisas). Es verdad también que un partido no podría estar formado solamente por este elemento, el cual sin embargo tiene más importancia que el primero para su constitución. Se habla de capitanes sin ejército, pero en realidad es más fácil formar un ejército que formar capitanes. Tan es así que un ejército ya existente sería destruido si le llegasen a faltar los capitanes, mientras que la existencia de un grupo de capitanes, acordes entre sí, con fines comunes, no tarda en formar un ejército aún donde no existe.
3) Un elemento medio, que articula el primero y el segundo que los pone en contacto, no sólo «tísico» sino mural e intelectual. En la realidad, para cada partido existen «proporciones definidas» entre estos tres elementos y se logra el máximo de eficacia cuando tales «proporciones definidas» son alcanzadas.
Partiendo de estas consideraciones, se puede decir que un partido no puede ser destruido por medios normales cuando existe necesariamente el segundo elemento, cuyo nacimiento está ligado a la existencia de condiciones materiales objetivas (y si este elemento no existe todo razonamiento es superfluo), aunque sea disperso y errante, ya que no pueden dejar de formarse los otros dos, o sea el primero que forma necesariamente el tercero como su continuación y su medio de expresarse.
Para que esto ocurra es preciso que haya surgido la convicción férrea de que es necesaria una determinada solución de los problemas vitales. Sin esta convicción no se formará más que el segundo elemento, cuya destrucción es más fácil a causa de su pequeño número. Sin embargo, es necesario que este segundo elemento si fuera destruido deje como herencia un fermento que le permita regenerarse. Pero, ¿dónde subsistirá y podrá desarrollarse mejor este fermento que en el primero y en el tercer elemento, los cuales, evidentemente, son los más homogéneos con el segundo? La actividad que el segundo elemento consagra a la constitución de este fermento es por ello fundamental, debiéndoselo juzgar en función: 1) de lo que hace realmente; 2) de lo que prepara para el caso de que fuera destruido. Entre estos dos hechos es difícil indicar el más importante. Ya que en la lucha siempre se debe prever la derrota, la preparación de los propios sucesores es un elemento tan importante como los esfuerzos que se hacen para vencer.
A propósito de la «vanidad» de los partidos se puede decir que es peor que la «vanidad de las naciones» de la cual habla Vico. ¿Por qué? Porque una nación no puede dejar de existir y en el hecho de su existencia es siempre posible considerar, aunque sea con buena voluntad y forzando la expresión que su existencia está plena de destino y de significación. Un partido puede en cambio no existir en virtud de una necesidad interna…
Es difícil pensar que un partido político cualquiera (de los grupos dominantes pero también de los grupos subalternos) no cumpla asimismo una función de policía, vale decir, de tutela de un cierto orden político y legal. Si esto fuese demostrado taxativamente, la cuestión debería ser planteada en otros términos sobre los modos y direcciones en que tal función es ejercida. ¿Se realiza en el sentido de represión o de difusión? ¿Es de carácter reaccionario o progresista? El partido considerado, ¿ejerce su función de policía para conservar un orden exterior, extrínseco, obstaculizador de las fuerzas vivas de la historia, o la ejerce en el sentido de que tiende a conducir el pueblo a un nuevo nivel de civilización del cual el orden político y legal es una expresión programática? En efecto, una ley encuentra quienes la infringen: 1) entre los elementos sociales reaccionarios que la ley ha desposeído; 2) entre los elementos progresistas que la ley oprime; 3) entre los elementos que no alcanzaron el nivel de civilización que la ley puede representar. La función de policía de un partido puede ser, por consiguiente, progresista o regresiva; es progresista cuando tiende a mantener en la órbita de la legalidad a las fuerzas reaccionarias desposeídas y a elevar al nivel de la nueva legalidad a las masas atrasadas. Es regresiva cuando tiende a oprimir las fuerzas vivas de la historia y a mantener una legalidad superada, anti-histórica, transformada en extrínseca. Por otro lado, el funcionamiento del partido en cuestión suministra criterios discriminatorios; cuando el partido es progresista funciona «democráticamente» (en el sentido de un centralismo democrático), cuando el partido es regresivo funciona «burocráticamente» (en el sentido de un centralismo burocrático). En este segundo caso el partido es meramente ejecutor, no deliberante: técnicamente es un órgano de policía y su nombre de «partido político» es una pura metáfora de carácter mitológico.
[1] El término proviene del general Luigi Cadorna, jefe del Estado Mayor del «ejército italiano durante la retirada de Caporetto (1917), de la cual fue el principal responsable. Caporetto puso en evidencia el carácter erróneo de la conducción del ejército italiano, y el «cadornismo» simboliza aquí el burocratismo o el autoritarismo de los dirigentes que consideraban como superfluo el trabajo de persuasión de los «dirigidos» para obtener su adhesión voluntaria (N. del T.)
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