Las bombas atomicas de Hiroshima y Nagasaki
Luego de 67 años, Japón aún llora a sus hijos
- ROBERT TAKATA
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Por Robert Takata
¿Cuántos fueron? Unos dicen 300 mil otros más conservadores aducen que las víctimas rondan entre los 250 y 280 mil, en fin, podrían haber sido mil, cien o tan sólo una persona, el dolor y la pena por la muerte indiscriminada de hombres, mujeres y niños, como consecuencia directa del lanzamiento de sendas bombas atómicas, el 6 y 9 de agosto de 1945, sobre las ciudades de Hiroshima y Nagasaki, continúa, al cumplirse el 67 aniversario de este aberrante hecho, presente en el corazón de japoneses y de personas que alrededor del mundo repudian la utilización inmisericorde de armas nucleares, independientemente de que se esté librando una guerra o no.
Solo habían transcurrido tres días de que, aquel fatídico 06 de agosto a las 8:15 de la mañana, la ciudad de Hiroshima, a poco más de 300 kilómetros de distancia aérea de Nagasaki, se convirtiera en blanco de la primera bomba atómica utilizada en territorio civil y en faenas no experimentales, dejando una estela de muerte y una especie de desierto humeante en el que la mitad de la población de la ciudad simplemente había muerto, de forma instantánea unos, otros quemados hasta los huesos, otros exhalaban sus últimos hálitos de vida y otros, jamás fueron encontrados ni sus cuerpos, ni sus ropas, ni incluso sus huesos, pues simplemente, los alrededor de 4000 grados de temperatura inmediata producida por la explosión, les había evaporado dejando tan solo, en algunos casos, su sombra (hasta el día de hoy) plasmada en paredes o en alguna escalera en donde se encontrara coincidencialmente. En medio de ese dantesco escenario, una segunda bomba atómica, autorizada por el presidente Harry Truman, caía en Nagasaki el 9 de agosto, sorprendiendo a los habitantes de aquella tranquila ciudad mientras dormían y enviando al sueño eterno a cerca de 70 mil personas.
Eran las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial y desde abril hasta junio de 1945 Japón había luchado cuerpo a cuerpo con los Estados Unidos en Okinawa, creándole unas 50 mil bajas a su ejército y cuerpo naval, aunque de la parte japonesa las bajas civiles y militares eran mayores. No obstante eso, la resistencia extrema y el honor aguerrido con el que combatía el ejército imperial japonés en Iwo Jima y en la propia Okinawa, habían creado un nivel de desmoralización importante entre las tropas norteamericanas, tanto así que incluso, la Unión Soviética, aprovechando la situación de virtual incapacidad de los Estados Unidos de avanzar solos en una ocupación terrestre hacia el centro de Japón, no dudó en declarar la guerra al imperio nipón y en invadir Manchuria.
Este acontecimiento, despertó suspicacia en el presidente Truman y, tal como ocurriera en la apacible, inofensiva y totalmente desarmada ciudad alemana de Dresde, en que los Estados Unidos y aliados, adelantándose al avance de Stalin, la convirtió con sus bombardeos en una gran hoguera en la que murieron calcinados cientos de miles de civiles, ordenó el lanzamiento de la primera bomba atómica sobre la ciudad de Hiroshima, yendo un paso adelante, como en esa ocasión, a las escaramuzas soviéticas que avanzaban sobre territorio manchuriano con la intención de invadir posteriormente ciudades importantes de Japón. Con esta estrategia, evitaría Estados Unidos tener que repartir cualquier beneficio surgido de la posterior victoria sobre Japon y sobre todo, pondría en alerta a la Unión Soviética sobre su infernal poderío bélico, reconformándose de ese modo las diferencias entre estas dos potencias y que llevarían al mundo a la “tensamente” equilibrada Guerra Fría.
Paralelamente a estas dos bombas, cientos de B 29 bombardearon Tokio desde finales de 1944 hasta el día 10 de agosto del 1945 con Napalm, un combustible gelatinoso que produce una llama más voraz y duradera que la gasolina, y que calcinó por completo a más de 100 mil personas.
A 67 años de estos sucesos y justamente cuando se lee en los periódicos que el presidente de un Estado envía emisarios diplomáticos a zonas de conflicto, mientras por otro lado, violando todos los principios de derecho internacional, rubrica una orden para abastecer de armas y pertrechos bélicos a un ejército beligerante; o cuando se habla en otro país de la posibilidad de usar armas biológicas y químicas contra la población civil, debe la opinión pública preguntarse si los niveles de salvajismo en las relaciones internacionales deben llevar a los Estados, bajo el anónimo alegato de que el fin justifica los medios, a repetir episodios de horror como los tristemente vividos por Japón, que dicho sea de paso es uno de los países más pacifistas y cooperantes de todo el planeta.
La energía nuclear usada para fines pacíficos puede iluminar ciudades, impulsar el desarrollo económico, puede incluso llevar al hombre al espacio; sin embargo, en manos de asesinos en masa, y bajo el entendido de que existen ahora bombas atómicas con un potencial expansivo y explosivo mil veces mayor que el que tenían las bombas lanzadas sobre estas dos ciudades niponas, puede terminar con gran parte del planeta.
Ojalá que la diplomacia, el buen sentido y la cooperación venzan siempre a las armas.
Guardo silencio por un minuto en honor a mis hermanos japoneses, muertos bajo el manto vil de la barbarie.
TOMADO DEL CARIBE
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